


@Ioram Melcer
“Ladrones”[1]
La abuela me dijo que en este país no había ladrones. Íbamos en au-tomóvil, desde el aeropuerto a Jibat Tzion. El sol casi se había puesto y los naranjos a ambos lados de la ruta nos acompañaban. No fue lo úni-co que la abuela me dijo en ese viaje, pero esa sentencia quedó reso-nando en mí junto con el murmullo del motor e incluso borró el resto de sus palabras.
En este país no hay ladrones. En Eretz Israel no hay ladrones. Trato de reconstruir cuáles fueron las palabras exactas. Sé que fueron dichas en español. ¿Cómo llamó al país? ¿Eretz Israel? ¿Dijo solo baaretz, como yo solía hacerlo? Quizás dijo: “Aquí no hay ladrones”. No, no pudo haber di-cho “aquí”, porque mi memoria habría conservado esas palabras vincu-ladas a los lugares que se deslizaban ante mis ojos: los moshavim ye- menitas, los kibutzim. Yo entendía que la abuela decía las cosas procla-mándolas: que aquí, en la tierra a la que yo había llegado, en la tierra reconocida por todos como mía, en la tierra que sería mía en unas cuantas semanas, en este país cuyas rutas estaban bordeadas por na- ranjos y cuyos pueblos desfilaban ante mis ojos, en todo este país no había ladrones, ni en hebreo, ni en español.
Yo no le creí a mi abuela, pero tampoco pensé que estuviera min- tiéndome. Lo que mi abuela decía siempre tenía un estatus de verdad. Pero en materia de ladrones no era meramente una cuestión de con-fianza y de verdad. No recuerdo qué más dijo, pero sé que “no hay la-drones” fue parte de una serie de sentencias tranquilizadoras, dirigidas a familiarizarme con el país y a disipar mis miedos. Las palabras me decían que el país estaba dándome la bienvenida con una bendición, que era un buen lugar: ¿qué problemas podrían molestar a un niño que todavía no había cumplido nueve años en un país que ni siquiera tenía ladrones?
Sin embargo, durante ese trayecto, sentí que las palabras de mi a-buela eran un poco raras. Yo nunca había temido a los ladrones. Ellos no habían estado entre los personajes que poblaban mis miedos. Me parecían criminales no violentos y, por lo tanto, no perturbaban mi paz. Aunque, si bien un país sin ladrones parecía buena idea y un lugar a-gradable, yo no entendía por qué había elegido resaltar esa cualidad ante mis oídos. Íbamos en camino a casa de los abuelos, un puerto se-guro, libre de preocupaciones, cuyas puertas siempre estaban abiertas para nosotros y donde no había amenazas. Pensé que, quizás, lo que me decía era que el país entero era como Jibat Tzion.
Aprecié las palabras de la abuela cuando empecé a descifrar los pe-riódicos, en especial las gruesas letras de Maariv con sus titulares rojos, que mi abuelo compraba cada día y en el que descubrí los crímenes comunes y generalizados. Pocas semanas después, unos terroristas japo-neses aterrizaron en el aeropuerto internacional de Lod. Salieron del avión, fueron a la terminal por la que nosotros habíamos pasado, saca-ron armas de sus bolsos y dispararon en todas direcciones. El Ejército Rojo, la aterradora organización japonesa, estaba en todas las páginas del periódico y causó estragos en mi imaginación. Ahí estaba la sala que yo tan bien conocía, ahí estaban las cintas transportadoras del e-quipaje y los letreros con letras azules: Mishtará (policía). Estaban los bolsos y las valijas como las nuestras y también las manchas de sangre. Un caos total. Habían matado a todos los terroristas salvo a uno, Kozo Okamoto, que fue atrapado. Su cabeza afeitada y su mirada gélida do-taban al Ejército Rojo de una presencia tangible. Yo me senté en Jibat Tzión y miré las imágenes y escuché las noticias en la radio y pensé a-cerca de lo que mi abuela me había dicho. No, no había ladrones en el país. ¿Cómo podía ser? Si incluso los peores asesinos eran abatidos o capturados. Mi abuela tenía razón. En todo caso, ¿por qué preocuparse por los ladrones?
Pasaron unos meses. Terroristas con rostros encubiertos masacraron a nuestros deportistas en Munich. Después, hubo aviones secuestrados, Tzahal atacó Beirut, en las rutas de todo el país había letreros que ad-vertían sobre bombas ocultas en sandías, juguetes y encomiendas. ¿Qué podía decirle una abuela a un niño de nueve años? Que no había la-drones.
Mi abuela quiso darme la bienvenida suave y amablemente, con la ayuda de una pequeña mentira piadosa. En un país donde el miedo aullaba día tras día y año tras año, un niño dormía tranquilamente y a salvo porque no había ladrones.
[1] Fragmento de Jibat Tzión, 2002. Publicado en “Luvina 73. Revista literaria”, Universidad de Guadalajara, 2013.
