


@Amos Oz
“La moneda”[1]
En septiembre, durante un alto el fuego en Yerushalaim, un sábado por la mañana, vinieron a vernos el abuelo y la abuela, los Abramsky y quizás otros conocidos, tomaron el té en el patio, hablaron de las victorias de nuestro ejército en el Neguev y del terrible peligro que implicaba el plan de paz del mediador de la ONU, el conde sueco Bernadotte, un complot tras el cual, sin duda alguna, se escondían los británicos y cuya finalidad era destruir por completo nuestro joven Estado. Alguien trajo de Tel Aviv una nueva moneda, demasiado grande, muy fea, pero era la primera moneda hebrea que veíamos y pasó de mano en mano con gran emoción: veinticinco céntimos, con el dibujo de un racimo de uvas del que mi padre dijo que era un motivo tomado directamente de una moneda israelita de la época del Beit Hamikdash; sobre el racimo de uvas estaba inscrito en ca- racteres hebreos claros y precisos: Israel. Para mayor seguridad, el nombre de Israel aparecía no sólo en hebreo, sino también en inglés y en árabe: para que se viera y se comprendiera bien.
La señora Tzarta Abramsky dijo:
- Si nuestros padres, que en paz descansen, los padres de nuestros padres y todas las generaciones pudiesen ver y tocar esta moneda. Dinero judío… -y se le hizo un nudo en la garganta.
El señor Abramsky dijo:
- Hay que bendecirla. Baruj atá Adonai, Eloheinu Melej Haolam, sheejeianu vekimanu veiguianu lazman hazé.
El abuelo Alexander, mi elegante abuelo, mi abuelo amante de los placeres y de las mujeres, no dijo nada, sólo se acercó a los labios aquella moneda de níquel demasiado grande, la besó dos veces con delicadeza y con los ojos desorbitados y después se la pasó a los de-más. En ese momento, el lamento de una ambulancia que se dirigía rápidamente hacia la calle Sofonías estremeció el aire y, al cabo de diez minutos, el gemido de la sirena de la ambulancia volvió en di-rección contraria, y puede que mi padre encontrase en ello un pre-texto para hacer un chiste malo sobre el soñar del Mashíaj o algo por el estilo. Siguieron charlando y tal vez se tomaron otro vaso de té hasta que, al cabo de una media hora, los Abramsky se despidieron con sus mejores deseos; el señor Abramsky, aficionado a la poesía, nos regaló al irse dos o tres versos sublimes.
Cuando ya estaban en la puerta, un vecino los llamó amablemente desde un rincón del patio, y se dirigieron tan deprisa hacia él que la tía Tzarta se olvidó el bolso en casa. Al cabo de un cuarto de hora vi-nieron los Lemberg, consternados, a contarnos que Yonatán Abramsky, Yoni, de doce años, mientras sus padres estaban con nosotros, jugaba en el patio de la calle Nehemías cuando un francotirador jordano apostado en la academia de policía le alcanzó con una bala en me-dio de la frente: el niño estuvo agonizando unos cinco minutos y cuando llegó la ambulancia ya había fallecido.
[1] Nombre asignado por la editora a este fragmento de Una historia de amor y oscuridad, Ediciones Siruela, Madrid, 2004.
