


El golpe decisivo en la puerta sonó exactamente cuando yo miraba lascivamente el jaroset que tanto me gusta, calculando cómo obten- dría una porción más grande que mis hermanas mayores de esta mezcla dulce, cargada de trocitos de nueces y almendras. El resto de las pequeñas raciones desplegadas sobre la mesa no me atraía. Ni las hierbas amargas, ni los huevos, ni la pata que mi padre había a-sado al fuego al mediodía hasta que el humo se pudo oler en toda la casa, ni la matzá shmurá que tenía sabor a quemado. Lo que menos me gustaba era la cabeza de pescado, cuyo espantoso ojo izquierdo me espiaba siempre desde el centro de la mesa.
Fue un golpe débil. Casi no fue un golpe. Quizás me lo imaginé. A- parte de mí, nadie lo había escuchado. Siempre decían de mí que soñaba, que inventaba, imaginaba lo que no había en lo que hay y viceversa. Mi padre me llamaba “Yosefa, la soñadora”[2].
Otra vez el golpe. Nuevamente débil, como si el que estuviera gol-peando sufriese de distrofia muscular o fuese un niñito o un gato extraviado. ¿Quizás era una paloma la que golpeaba débilmente la puerta? Ya había ocurrido algo así en el pasado.
Nuevamente sonó el débil golpe en la puerta, ese que había creído imaginar. Ya era claro: alguien estaba golpeando la puerta de casa. ¿Podría ser Eliahu Hanaví que llegaba de sorpresa?
“Nu, basta ya, Yosefa, la soñadora. Si nadie abre la puerta, ve tú y ábrela. No puede ser un ladrón, ya que los ladrones también están hoy sentados a la mesa festejando Pesaj. Es el único día del año en que hasta los delincuentes más peligrosos hacen seder”, me dije a mí misma.
Corrí silenciosamente la silla para atrás sin que nadie lo notara y mientras todos los asistentes estaban cantando el Daieinu, abandoné la mesa y me escabullí hacia la puerta. No espié por la mirilla, por-que aún no la alcanzaba por mi escasa altura de niña de ocho años. Simplemente desenganché la cadena que cerraba la puerta y la abrí de par en par. En ese momento todos giraron la cabeza.
Allí estaba parado un hombre de unos treinta años, que entonces, por ser niña, me pareció más adulto. Estaba pálido y demacrado, lle-vaba un traje demasiado grande para su talle, exactamente como en todas las leyendas que relatan acerca de un extraño que golpea la puerta y llega a la hora más inesperada.
¿Era Eliahu Hanaví? No, era un pobre inmigrante. No era Eliahu Ha-naví, el que subió al cielo en una magnífica carroza de fuego y que cuando regrese, seguramente lo hará con el esplendor de una limu-sina.
Inmediatamente mi padre se puso de pie y fue a dilucidar quién había llegado. Detrás de él saltó mi madre, y también mis hermanas y mi abuela y el resto de los invitados. Todos querían saber si la leyen-da era verdadera. ¿Acaso Eliahu Hanaví es tan miserable? ¿Y por qué habla francés? ¿Justamente francés, entre todas las lenguas? Podrían pensar que al menos hablaba inglés, o hasta esperanto, ¿pero fran-cés? ¿De dónde había salido este pálido hombre que hablaba el idio-ma de los que beben champagne y comen caracoles?
Mi madre aprovechó para desplegar sus conocimientos de la len-gua que había aprendido en la escuela Alliance y entabló con el hombre una conversación medio desordenada, en un francés que con el tiempo un poco se olvidó. Pero le alcanzó para mantener un diá-logo cotidiano y dilucidar quién y qué era el recién llegado y si la leyenda era verdadera. Entre todos los protagonistas de la literatura universal, ¿por qué Eliahu Hanaví se había disfrazado de “El extran-jero” de Camus?,
Hicieron ingresar al visitante, con todos los honores, al salón donde se encontraba la mesa del seder. Le trajeron una silla, un juego de cubiertos y algunos comenzaron a indagarlo. Una vez atravesada con éxito esta primera etapa, continuaron la indagatoria los demás invi-tados, uno en ladino, otro en inglés y otro con unas cuantas palabras en francés que había aprendido cuando trabajaba en la marina mer-cante.
Independientemente de ser o no ser Eliahu Hanaví, apetito no le fal-taba al hombre ya que tomaba todo lo que le servían: los huevos du-ros enrollados en matzá humedecida, la sopa con kneidalaj de mi madre (había conseguido la receta de la vecina polaca, aunque algo se le había complicado en la preparación y las pelotitas habían sali-do pesadas y gordas, suerte que nadie se ahogó con ellas). Después trajeron las carnes y pescados con su salsa ácida y los sesos fritos y el arroz y las habas y las papas y las albóndigas y el que quería podía recibir una guarnición de pulmones en salsa roja, que era para mí el colmo del canibalismo. “¿No alcanza con asesinar pollitos para la so-pa que ahora también nos obligan a comer los pulmones, los sesos y los ombligos? ¿Qué clase de fiesta de la libertad es esta? ¿Por qué E-liahu Hanaví, que parlotea francés, no protesta por el exterminio de este pueblo que se lleva a cabo libremente dentro de toda casa ju-día?”, pensaba.
Pero Eliahu bebía y comía con satisfacción. Contó que había llegado ese mismo día al puerto de Haifa en un barco desde Marsella, en el cual había permanecido una semana desde su llegada de Marruecos, donde tenía un pequeño comercio de paraguas.
- “¿Paraguas? -preguntó mi avispado tío- ¿Justamente paraguas en el medio del desierto?”.
El extranjero le explicó que precisamente eso era muy rentable en el norte de África, donde las mujeres adquieren paraguas para usar-los como sombrillas para que la piel no se tueste demasiado con el sol levantino.
También las mujeres del seder se acercaron lo más posible al visi-tante, no porque fuera un hombre apuesto, para nada -¿cómo es que llega un hombre tan pálido del sol abrasador?–, sino porque quizás, a pesar de todo, se escondía algún resto de Eliahu Hanaví debajo del traje gastado y el cuerpo enjuto.
Los niños aún mirábamos al extranjero con asombro. No entendía-mos su graciosa lengua, pero esencialmente estábamos desilusiona-dos: ¡no era Eliahu Hanaví ni por asomo! Era apenas un miserable vendedor de paraguas. Otro nimio y pequeño comerciante como to-dos los padres de esta familia, que aun en los días festivos calculan pérdidas y ganancias.
Por suerte, se terminó de leer la hagadá, las cuatro preguntas ya habían sido formuladas y en breve se terminaría también el seder. Los invitados se retirarían a sus hogares a pie, para respetar la santidad de la festividad. ¿Qué haríamos nosotros con un extraño que fue arro-jado a nuestra casa por equivocación? Él buscaba a la familia que lo asistiría y esta era la dirección que le habían dado, seguramente por error. Pero sabíamos que no se arroja a la calle a ningún judío, me-nos en erev jag.
De común acuerdo, en mi familia se decidió abrir la cama plegable en el hall, a pesar de que no era cómoda. Era una cama de la Agen-cia Judía que había quedado desde aquella semana que permaneci-mos en el refugio durante la guerra. Era lo que había, “que lo tome o que lo deje”, pensé. El extranjero se vio obligado a aceptar la invita-ción, porque en realidad, ¿adónde iría a la medianoche de erev Pesaj?
[1] Fragmento. En Un solo Dios: narrativa israelí contemporánea, Ediciones Paradiso, Quito, 2009.
[2] Alusión a Yosef, undécimo hijo del patriarca Yaakov, que tenía la capacidad de interpretar los sueños. El relato aparece en el Libro de Génesis, capítulo 41.