


@Uzi Weil
“Y tú estarás muerto”[1]
Yo estaba en el ejército. Mi base estaba ubicada en la ladera del monte Merón y el invierno tardaba en llegar aquel año. Yo era uno de los tres soldados enviados a un curso largo y difícil, en una base perdida en el Neguev. Las condiciones eran duras, las noches eran muy frías, vivíamos en pequeñas tiendas de campaña, dos personas en cada una, comíamos de los cacharros, los oficiales eran exigentes y estrictos.
No me gustaba nada ese asunto y esperaba que sucediese un milagro y me mandasen de regreso a mi base. No ocurrió ningún milagro, pero me las ingenié para pelearme con todo el mundo, especialmente con mi superior directo.
Una noche estaba en la carpa, acostado en la oscuridad, sobre la bolsa de dormir, sobre la tierra dura, pensando qué mierda era la vida. Además de mi superior y dos guardias que estaban del otro lado del campamento, fuera del alcance de mi vista, estaba solo. Todos habían viajado a ver una película a una base cercana de la Fuerza Aérea, pero yo no había querido ir. Pensaba en Anat, mi novia, y en cómo las cosas entre nosotros no andaban bien ya desde hacía tiempo y en cómo nos habíamos alejado. De repente escuché un ruido afuera.
-¡Edri, sal! -era mi superior. Respiré hondo y salí.
-¿Por qué tu arma está afuera y tú estás adentro?
-Mi arma está adentro -dije. Él no me creyó, por eso saqué el fusil de la carpa.
-Entonces, ¿de quién es? -preguntó y señaló un fusil que estaba tirado unos dos metros por detrás de la carpa. Encogí los hombros y me acerqué. Era sólo una rama. Se la mostré.
-Está bien -dijo- Edri, ¿quién es Anat Levinson?
Mi corazón se aceleró. Era el nombre de ella. No había nada más raro y ofensivo que escucharlo pronunciar ese nombre.
-¿Por qué? -pregunté a la defensiva.
Sacó una carta de su bolsillo y dijo - Esto llegó para ti.
Extendí mi mano.
-No -dijo- Primero, treinta veces cuerpo a tierra.
-¿¡Qué!?
-Treinta. A tierra. Muévete (…).
-Trae eso -ordené con voz temblorosa.
-No, Edri. No tan rápidamente. ¿Sabes qué? Veinticinco. Al piso. Vamos.
Hasta hoy no sé si tenía intenciones serias o quería hacerme una broma y después palmearme el hombro. Sonrió, y su sonrisa me pareció como una burla hacia el punto débil que descubrió en mí: amo a una mujer.
-Vamos, Edri. No voy a esperar toda la noche.
Cargué el arma y le apunté. Se le borró la sonrisa de la cara con la misma velocidad que le lleva a un tren arrollar a una persona.
-Edri, ¿qué te pasa? Baja el arma.
Yo no podía hablar.
-Edri, ¿¡qué te pasa!?
-¡Suelta la carta!
-¡Edri! ¡Baja el arma!
-Te dispararé -le dije. Sostenía el arma con fuerza. Él estaba congelado.
-Te dispararé -repetí- ¡Arroja la carta!
-Edri, te estás complicando.
-Y tú estarás muerto -mi voz temblaba. Grité: “¡Arroja la carta!”.
La arrojó.
-Ahora date vuelta y vete -ordené.
-Esto te va a costar caro.
-¿Sí? -dije- Aquí no hay nadie. Es mi palabra contra la tuya. Y cuando quiero, yo puedo ser un niño tan bueno, que nadie te creerá.
Él se quedó plantado en su lugar. Sus manos temblaban. Se dio media vuelta y se fue. Dejé el arma y levanté la carta. Estuve así parado unos minutos, con la carta en la mano. Recién entonces tomé conciencia de lo que había hecho. Respiré hondo y me arrastré dentro de la carpa, con el arma y la carta en mi mano. Me acosté sobre la bolsa de dormir, despejé una piedra que me molestaba debajo de la cabeza, saqué de la mochila la linterna de bolsillo y abrí el sobre. No era larga, solo una página. Encendí la linterna y comencé a leer.
“Yoav:
Esta carta es muy difícil para mí, sin embargo, decidí sentarme a escribirla. Voy a tratar de decirlo lo más simple posible.
Me es difícil. Así no puedo más. En los últimos meses no fuimos buenos
el uno con el otro. Sabes de lo que hablo. Creo que nos aburrimos bastante uno con el otro y seguimos así, porque es cómodo. Porque ya nos acostumbramos. Pero no disfrutamos, ¿no es cierto? Yoavi, no digo nosotros para ocultar que soy sólo yo la que digo esto, de verdad pienso que tú también te cansaste un poco. Quizás para ti es más difícil, porque estás solo y lejos, pero cuando estás conmigo, no estás alegre como antes.
No te culpo, ni a ti, ni a mí, ni a nadie. Dos años y medio es mucho tiempo. Ya no estamos bien, Yoavi. Todavía me siento terriblemente unida a ti, pero eso no es todo, nos aburrimos uno con el otro. No quiero herirte. Pienso en mí, pero de verdad, pienso un poco en ti. Ya no me amas como antes. Yo tampoco. Quizás se terminó. Quizás. Quizás debemos tomarnos unas vacaciones uno del otro, ver a otras a personas. Bueno, seguro que esto suena terriblemente mal, yo estoy en Tel Aviv y puedo ver a quien quiera y tú estás clavado ahí en la montaña con otros 30 hombres. Pero no voy a borrar esto porque es lo que siento,
por lo menos en relación a mí. Quiero un poco de libertad, así que tomémonos un tiempo, ¿sí? Cuando vengas para acá hablaremos sobre esto.
No te enojes conmigo. Todavía eres parte de mí, parte de mi vida. Estar sin ti me parece como vivir la vida de otra. Pero ya no disfrutamos uno del otro, y quizás eso significa que se terminó.
No te enojes, por favor. Me es tan difícil.
Nos vemos,
Yo”.
Leí la carta una y otra vez, y después la doblé y la introduje en el sobre. La deposité a mi lado. Estuve así acostado con los ojos abiertos. Pasaron varias horas, todos regresaron de la película, había mucho ruido alrededor, mi compañero de carpa entró y volvió a salir, el ruido se fue desvaneciendo, al final todos se fueron a dormir y yo todavía seguía allí acostado. Finalmente salí, encendí un cigarrillo y fui a fumarlo junto a los cañones. Estaba lleno de un dolor seco, malo, ni siquiera podía llorar, estaba cansadísimo, sucio, pesado, y tenía en mi boca el gusto amargo de demasiados cigarrillos. Me lamenté por no tener algo de alcohol. Volví a la carpa, me deslicé dentro de la bolsa e intenté dormir. Estuve despierto unas cuantas horas más y recién me dormí a la madrugada.
A las 5.30 nos despertaron. Salí de la carpa y empecé a doblar la bolsa de dormir. Desde lejos vi venir hacia mí al oficial y en su mano sostenía una orden de presentación.
-Toma -me dijo- vuelves a tu base. Este curso ya terminó para ti.
Tomé la orden de su mano.
-Y no te sientas tan satisfecho de ti mismo. Allí te espera una pequeña sorpresa.
Lo vi alejarse. Después empaqué todas mis cosas. Vestí el uniforme de salida y me despedí de los otros soldados. Parecía que habían escuchado algo, porque todos estaban muy serios. Les llevó un tiempo entender que yo no sabía nada. El cocinero fue el que se solidarizó para proporcionarme alguna información.
-Edri, yo no sé qué hiciste, pero te complicaste la vida con él -afirmó-. El General de la unidad en Merón es tío de este idiota.
Así son las cosas, pensé. Él no necesita testigos, ni siquiera necesita presentar una queja. El General irá a la unidad, va a encontrar algo por lo que acusarme, un botón que no estaba en su lugar, alguna suciedad escondida en el arma, cuando se busca no hay problema en encontrar, él en persona me va a juzgar y yo voy a estar en la cárcel por un largo rato.
-Este General se retira dentro de cinco días -dije.
-Confía en que tenga cosas más importantes para hacer en esos cinco días - recomendó el cocinero.
Moví la cabeza para despedirme y me fui de allí. Esa base estaba alejada de toda población, y hasta que llegué a la casa de mis padres en Tel Aviv, ya era de noche. Llamé por teléfono a Anat, pero no estaba. Me acosté en la cama, cansado, leí nuevamente la carta y pensé: “Qué semana maravillosa, ella me abandona y yo voy preso. Maravilloso”. Estaba tan cansado que me dormí con la carta en la mano.
[1] Fragmento. En El día en que dispararon sobre el Primer Ministro, ediciones Am Oved, Tel Aviv, 1991.
