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  “La vida volvió a su cauce”.

  Sería feliz si pudiese concretar este dicho, a pesar de su ridículo cli-ché. Pero desde el sacudón que sufrí la mañana de aquel domingo, el 20 de enero de 2002, mi vida ya no volvió a ser la misma, y la nueva vida que se me impuso nunca retomó su cauce.

  Aquella mañana relampagueaba, tronaba, la lluvia golpeaba las ventanas y más tarde el granizo apedreó la ciudad. Mi “autito” se de-tuvo en el semáforo, justo detrás del autobús 32 A, cuya parte trasera portaba el letrero: “El pueblo está con el Golán”. A través del para-brisas -empañado por el aliento de los pasajeros- podía ver las som-bras de los que se apretujaba formando un solo bloque. Mientras el auto vibraba en punto muerto, recorrí el dial hasta encontrar la esta-ción “Kol hamuzika”. Los sonidos de la Novena Sinfonía de Beethoven -lejanos y misteriosos, un poco violentos– resonaron en la transmisión en estéreo y me arroparon en mi pequeño espacio. Entregada a la melodía, recordé algo que alguien había dicho sobre esta obra: “Es el ruido más elevado que haya penetrado alguna vez el oído humano”.

  Observé el parabrisas trasero del autobús que estaba detenido de-lante de mí y seguí con la vista la palma de una mano que se asomó de pronto y empezó a dibujar líneas y puntos sobre el vidrio empa-ñado. Los movimientos de la mano se incorporaron, sin saberlo, a la armonía de los sonidos que llenaban el espacio cerrado de mi auto-móvil. ¿Me parece o el dibujante anónimo también está escuchando, en este mismo momento, la maravillosa pieza?

  Cuando el autobús reanudó la marcha y no tuve otra opción que arrastrarme tras él, los trazos fueron borrados con movimientos cor- tos, oblicuos y rápidos y, a través de ese fragmento cepillado, brotó la clara imagen de una cabeza pequeña. Las manos enérgicas enju-garon más y más el vapor y una nariz minúscula se aplastó contra el vidrio como una masa amarilla, dejando tras de sí un soplo suave. El dulce rostro de una niña pequeña se distinguió con claridad, su man-díbula estaba apoyada en el respaldo del asiento y sus ojos serios me examinaban con interés.

  Sonreí a la cabeza que había aparecido y la saludé con mi mano. La niña dudó un momento y después levantó su mano, la bajó, nue-vamente la levantó, extendió los dedos e inmediatamente los cerró en un puño, como saludan los bebés; después saludó con las dos manos y brincó en su lugar. Ese juego infantil me produjo alegría, nuevamente la saludé y ella extendió sus dedos y los contrajo en un puño. De repente se irguió junto a la niña una figura oscura con su espalda hacia mí: la cabeza de una mujer que llevaba sombrero giró hacia atrás y se alineó junto a ella; un par de ojos recelosos atrave-saron los dos parabrisas, hasta que se toparon con los míos. Mi mano, que sa-ludaba alegremente, se congeló incómoda y se volvió a sumar a su hermana, que sostenía el volante. La cabeza grande se retiró del vidrio, al igual que la pequeña cabeza de cabellos claros, que desa-pareció detrás del respaldo del asiento, mientras la cola de caballo que llevaba, galopaba y se movía por detrás. Nuevamente el semá-foro cambió de color, el autobús exhaló sobre mí su humo grisáceo y comenzó a moverse lentamente y volvió a detenerse obstruyendo con su ancho trasero el carril en el que yo viajaba. La pequeña cabeza volvió a girar hacia atrás para espiarme, pero su madre nuevamente la tomó para sentarla a su lado; las tercas manos volvieron a asir el respaldo, el pequeño cuerpo se trepó al último asiento y sus ojos cu-riosos me volvieron a examinar.   

  “Cu-cú”, grité cuando vi que me espiaba e incliné mi cuerpo y mi cabeza tratando de esconderme debajo del tablero. “Cu-cú, cu-cú”, me erguí otra vez y mi grito se estrelló contra los anchos vidrios que nos separaban y se entremezclaron con los cantantes que clamaban al cielo el anuncio de paz y amor en mi radio. “Cu-cú, cu-cú”, repetí y pensé que enseguida vería una sonrisa dibujada en los labios de la niña.

  Nuevamente me plegué hacia abajo para volver a aparecer ante ella. “Cu-cú, cu-cú”, mi grito fue respondido por un estruendo de tam-bores. 

  Después, azotó un trueno ciego, se produjo un desorden divino y mi automóvil se sacudió con fuerza. Me incorporé con gran dificultad y mi nuca pegó contra el volante; la dulce cabeza que brincaba frente a mis ojos había desaparecido. El día se había oscurecido para mí. El parabrisas estaba dibujado con una fina y apretada telaraña que re-memoraba un vitral encantado. Lo toqué y la delicada telaraña se deshizo ante el contacto de mis dedos y dejó caer sobre mí una cata-rata de diamantes que cubrieron mis rodillas y brillaron en mi falda. Un fuerte viento entró a través del parabrisas reventado, trayendo con él un raro olor a quemado y un repugnante bloque de humo quedó atrapado en mis pulmones. En el terrible silencio que se instaló repentinamente después de la explosión, continuaba sonando en mi radio el coro que cantaba con júbilo el “Himno a la alegría”, ajeno a todo lo que recién había sucedido.

  Inmediatamente estallaron los gritos. Gritos inhumanos, como aulli-dos de animales atrapados en un incendio.

  Trato de salir, pero no puedo abrir la puerta.

  No tengo idea de cuánto tiempo pasó hasta que una mano anóni-ma abrió la puerta del automóvil, los sonidos de la “Oda a la alegría” se precipitaron afuera y se entremezclaron con gemidos, gritos y llan-to. Ardientes lenguas de fuego consumían con pasión el negro cadá-ver del autobús y enviaban sus tentáculos hacia mi “autito”. Una ma-no tomó mi brazo y me tiró hacia el exterior.

  Como una muñeca de trapo me pasan de mano en mano, mientras los tambores de Beethoven truenan con su bum-bum-bum y mi cuer-po se estremece al compás de los sonidos.

 “¿Estás bien? ¿Estás bien?”, decenas de ojos extraños se clavan en mí, manos anónimas tantean mi cuerpo y mi ropa, me sacuden de en-cima las partículas de vidrio. Deseo que se detengan, que me dejen tranquila, pero no tengo voz para pedirlo.

  Entonces me sentaron en el cordón de la vereda y empujaron mi cabeza entre mis piernas. “Respira, respira”, me ordenaron, y me pre-gunté por qué me hablaban de esa manera, por qué tenían que re-petir cada palabra. Yo respiro, respiro, y alzo la cabeza para inda-gar a los que me están mirando desde arriba: ¿Dónde está la peque-ña que viajaba en el fondo del autobús? Debo encontrarla, devolverla a su madre. Pero nadie me presta atención. Tambaleándome como una ebria me levanto para ir a buscarla, pero tropiezo con una bolsa negra de plástico brillante. Más y más bolsas húmedas se aprietan unas contra otras sobre la calzada, en una fila derecha y precisa, co-mo gavillas recién cosechadas en el campo, mientras las gotas de lluvia se deslizan sobre ellas.

  Me acostaron sobre una camilla y me cargaron en el interior de la ambulancia que se abrió camino con una sirena aguda que partía el cielo, hasta que se detuvo. Me acostaron sobre una cama en el cen-tro de la pesadilla. Sangre, gritos y llanto. Nuevamente unas manos me palparon, me volvieron a decir “respira, respira” y yo pregunté por la niña y pedí verla.

  Pasó una eternidad hasta que mi marido Nahum apareció junto a la cama con una bolsa abultada, llena de ropa y, con expresión pre-ocupada, él también preguntó: “¿estás bien?”. Me vestí rápidamen-te, pero la voluntaria que me había ayudado espió a través de la corti-na y ordenó: “No te vayas. Debes esperar al médico que vendrá ense-guida y te dará el alta”. Esas palabras –“te dará el alta”– se trituraron como ripio entre sus dientes. Debo recibir el alta, ser libe-rada. Si no, quedaré atrapada aquí para siempre, en esta institución cerrada, dentro de la cortina amarilla y sobre esta cama angosta; me asigna-rán un número, los transeúntes podrán pasear, espiarme y leer el pe-queño cartel que será colgado sobre mi cama: “Aquí yace una sobre-viviente”.

   Pasó otra eternidad hasta que llegó el médico y nuevamente preguntó: “¿Estás bien?” Me apresuré a responder que tooooooooodo estaba bien, estirando la palabra para que no hubiese malos enten-didos, él me entregó de recuerdo mi historia clínica y en el informe de alta médica estaba escrito en una caligrafía maravillosamente legible: “Estado de shock leve. Enviada a su casa en buen estado. Se recomienda volver a control la semana próxima”.

   Rechacé la mano extendida de Nahum y bajé de la cama por mí misma. Mi cuerpo actuaba sin mi autoridad y tuvo autonomía para conducirme a la sala principal, donde vi personas acostadas sobre camas, muy cercanas unas a las otras, descubiertas a los ojos de to-dos, sin biombos ni paneles. Habían desaparecido tabiques y paredes, el llanto de unos y otros se entremezclaba. Nahum, que me acompa-ñaba como una sombra, preguntó: “¿Qué buscas allí?”. Me arrancó de esas visiones espantosas, me tomó del hombro y se abrió camino a través del alboroto que nos recibió en la sala de espera. Ojos infla-mados de llanto se fijaron en nosotros con esperanza, buscando se-ñales, mientras gemidos, plegarias y súplicas eran absorbidos por el tamborileo de los pies de los pequeños que correteaban por allí, a-bandonados a su suerte.

   La niña que había visto a través del parabrisas trasero del autobús no se encontraba entre ellos.

                                                      Traducción: Tamara Rajczyk

[1] Capítulo del libro Himno a la alegría, Ediciones Am Oved, 2004. Publicado en El libro de la paz, Ediciones Paradiso, Quito, 2010.

@Shifra Horn

“Himno a la alegría[1]

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