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  Amitai salpica agua en todas direcciones. Se ríe: “Agua… Agua…” Dori lava sus finos cabellos con cuidado, acaricia su cara empapada, le enjabona las manos, las piernas, entre los dedos, la cola. Lo envuelve en una toalla grande y suave y lo lleva en brazos a la cama. Se incli-na sobre él, se queda hipnotizado mirando esa carita que asoma des-de la toalla, frota su nariz contra la de él.

  Amitai está acostado sobre la espalda, mira el cielorraso, gira la ca- beza hacia un lado y otro, trata de decir: “Ma… Ma…”, mientras Dori le hace cosquillas en la panza y lo hace reír.

  Ya es de noche, tarde, Amitai duerme. Dori enciende la televisión, sin sonido, para que el niño no se despierte. El rostro del Primer Ministro ocupa toda la pantalla, parece rígido y triste, o triste y rígido. ¿Habrá pasado algo?

  Sube el volumen para escuchar: el Primer Ministro aclara, con pala-bras medidas y con ese acento raro que tiene, que él quería, que te-nía intenciones, que se vio obligado, que carga con toda la responsa-bilidad. ¿Qué responsabilidad? ¿Qué pasó? ¿Por qué despide los restos de sí mismo?

  Sale al balcón. Un automóvil pasa haciendo sonar la bocina sin in-terrupción, mientras el vehículo que viene en sentido contrario hace guiños con las luces y también hace sonar su bocina. Lleva flamean-do cintas amarillas por detrás. Se escuchan en el aire sonidos de si- renas lejanas. Es casi medianoche y la calle está repleta de automó-viles que viajan con las ventanillas abiertas y con los ocupantes lan-zando cánticos festivos de un auto a otro. En las casas de enfrente todavía están encendidas las luces. Dori respira profundamente: un aire limpio y perfumado le llena los pulmones. ¿Habrá llegado la primavera?

   Escucha llorar a Amitai; corre a él alarmado, tantea buscando el chupete y se lo coloca suavemente en la boca. Le acaricia la espal-da, la cabeza… “No te preocupes, hijo, no te preocupes. Estoy conti-go”.

  Aparecen en la pantalla tres comentaristas; por el lenguaje de sus cuerpos, es evidente que no concuerdan en nada. Dori comienza a comprender que el Primer Ministro ya no es Primer Ministro, sino can-didato del partido gobernante, a la jefatura de gobierno. En algún momento, uno o varios ministros llegaron en avión después de co-menzado el shabat y por eso, el gabinete completo se vio obligado a dimitir. Y ahora, el Primer Ministro presenta su renuncia… “¿Dónde es-tuve cuando sucedieron todas estas cosas?”. El conductor cierra el debate: “Nuestro tiempo ha concluido. Les pido sólo una breve res-puesta a cada uno: ¿quién ganará y quién perderá?”.

  Ya pasó la medianoche. Un gajo de luna navega por el cielo. Algu-na vez, los hombres le rezaban a la luna y al sol. Adoraban a las es-trellas y a los planetas, mientras nosotros teníamos solo a nuestro Dios, el Todopoderoso.

  La ciudad aún está desbordante de vida. Los vehículos continúan recorriendo las calles con las ventanillas bajas y la bocina a todo volumen, la gente deambula en grupos, vociferando. Una alegría enorme bulle y se eleva por doquier.

  Desde la sala se escucha la voz emocionada del conductor del noti-ciero, acompañada por el júbilo de fondo. Dori entra a la habitación. El rostro del conductor está exaltado: “Escuchemos nuevamente” –su-giere. Dori ve la cara conocida del capitán del equipo [2], vestido de amarillo, quien sostiene una enorme copa y asevera con su acento americano: “Estamos en el mapa y nos quedamos en el mapa”, mien-tras un simpatizante enardecido asoma su cabeza y grita: “¡Dios exis-te!”.

  -Desde la tribuna en Moscú estalló este grito y llegó hasta Israel –continúa poetizando el conductor– y este clamor rueda de casa en casa, de la aldea a la ciudad, de la montaña al valle, se oye públi-camente y sube, sube y sube: “¡Dios existe! ¡Dios existe!”.

  Dori ve personas que se zambullen con la ropa puesta dentro de la redonda fuente de agua, que está en la plaza; elevan sus cabezas al cielo, saltan, gritan y agitan sus manos. “Ciertamente –concluye el conductor– Dios existe”.

  Amitai vuelve a despertarse a la madrugada. Dori se dirige en la oscuridad a su cama, tantea, encuentra el chupete y lo acerca a su boca. Amitai continúa agitado y lloriqueando débilmente. Dori se sien-ta junto a la cuna, introduce su mano entre los barrotes y le acaricia la cabeza: “No llores, Amitai, no llores. Ya verás, Dios existe”.

 

[1] Fragmento. En Un solo Dios: narrativa israelí contemporánea, Ediciones Paradiso, Quito, 2009.

[2] El 7 de abril de 1977, el equipo de básquet de Macabi Tel Aviv venció en la semifinal europea al legendario CSKA ("Cheska") ruso. En ese año el equipo obtuvo, por primera vez en la historia, el título de cam- peón. El capitán era Tal Brody, nacido en U.S.A. Este campeonato tuvo un significado especial, dada la hostilidad que existía en ese entonces entre Israel y la Unión Soviética.

@Nitza Slonim

“¿Dónde está Dios?[1]

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