


@Mira Magen
“El muchacho de la limpieza”[1]
¿Cómo estás? Deja por un momento el trapo y no te escabullas de mí con ese “todo bien” insulso, cuéntame algo verdadero acerca de ti. No me convence tu “todo bien” hueco. Hace tiempo que no. Pero tú no tie-nes por qué contarme. Vienes a limpiarme la casa y tienes derecho a callar.
Ahora bajas las escaleras cargando nuestra repleta bolsa de residuos. En un momento la arrojarás al contenedor público y continuarás a pie hasta el camino de Hebrón.
“Muchacho para limpieza”, anotaste en la tarjeta de presentación que dejaste en nuestro buzón hace tres años. Me comuniqué por telé- fono. Convinimos un encuentro a las doce del mediodía y fuiste muy puntual. En la radio dijeron “es mediodía” en el preciso momento en que tocaste el timbre. En cuanto abrí, noté que eras árabe. Te dije: “Ven, entra”. No llevabas cartera ni bolsa de nylon, vestías ropa de ve-rano –una camiseta fina y unos jeans gastados–, era fácil comprobar que no tenías un cuchillo encima. En el peor de los casos podías tener un cortaplumas o un punzón. Las noticias que se escuchaban de fondo eran malas para ambos: ustedes estaban en el clímax de la Intifada, nosotros tratábamos de entender de dónde nos había caído eso enci- ma. En la radio informaban que un palestino acuchilló a su patrón ju-dío en la zona industrial de Shoafat. Como yo, tú escuchaste las noti-cias y comprendiste que las condiciones te jugaban en contra. Te ofre- cí agua fría y preguntaste si podías fumar. Dije “sí, por supuesto”, a pe-sar de que no permito a nadie fumar dentro de mi casa. Improvisé un cenicero y me pregunté de dónde había venido ese “sí, por supuesto”.
No tiene sentido negarlo: del miedo. Me esforcé por no generar ningún motivo de tensión, no manifestar ninguna sutil superioridad, no desper-tar oposición ni exponer las diferencias al descubierto, no incitar al o-dio, para que no te endurecieras. Después de todo, solamente tú y yo nos encontrábamos en el departamento. Tú eres robusto y musculoso, de unos treinta y pico de años. Examinaste el espacio (en el mejor de los casos evaluaste el peso de las alfombras y muebles que deberías mover cada vez, y en el peor, buscaste el camino de huida después de…).
“No, no pasará nada malo. El muchacho está desesperado por encon-trar trabajo”, me tranquilicé a mí misma. Tu cigarrillo emanaba un fuerte olor a tabaco barato que me provocó náuseas, pero no abrí la ventana. Quisiste saber cómo prefiero la limpieza general, si húmeda o seca. Cuando preguntaste cuántos ambientes hay, te dije “ven a mirar” y te conduje por el corredor hacia los dormitorios. Contaste las camas y armarios que se debían mover, las ventanas para lavar, y de paso, juntaste detalles íntimos de nuestra vida. Mientras escuchaba tus pasos siguiéndome por el corredor, pensé: “Está en las mejores condiciones para hacerme lo peor”, y entonces te agachaste repentinamente y lo supe… “Es ahora. En este mismo momento sacará un cuchillo que tiene escondido entre la media y el tobillo”. Pero simplemente te ataste los cordones de los zapatos con un nudo doble, te pusiste de pie y pre-guntaste si tenía aspiradora.
Regresamos a la sala de estar para acordar algunas cuestiones. Acla-raste que trabajabas por contrato y especificaste la suma de dinero que exigías para “hacer toda la casa una vez por semana”. El monto me pareció exagerado. No lo regateé, pero para mis adentros pensé que eras bastante osado. No puede aspirar a tanto alguien cuyas posi-bilidades de hallar trabajo, en días de locura como estos, ascienden a cero.
- Debo pensarlo –dije.
- ¿Es mucho para ti? –preguntaste.
Yo consideré si decirte que sí, entonces podrías ponerte nervioso y quién sabe qué demonio irrumpiría desde tu interior; y si te dijera que no, parecería una tarada.
- Dame unos días para pensarlo –repetí, deseando que te levantases de una vez y te fueses, para poder abrir la ventana, airear el ambiente y respirar a mis anchas. Pero no tenías ningún apuro. Continuaste sen- tado en la silla del comedor.
- ¿Qué haces? –interrogaste– Iaani[2], ¿en qué trabajas?
- Escribo.
- ¿Iaani periodista?
- No, escribo todo tipo de cuentos –evité decir “escritora”.
- Ah, escribes cuentos –afirmaste, y te quedaste en silencio.
- ¿Qué tipo de cuentos? –preguntaste.
- Sobre la vida –respondí–, el amor, la envidia, los hijos, la muerte.
- ¿Son de tu cabeza o de verdad?
- De la cabeza y de verdad –contesté.
- Es difícil –reflexionaste.
- ¿Qué es lo difícil?
- Escribir de la cabeza.
- ¿Difícil? Depende –dije.
“Por todos los demonios, ¿por qué no se va?”, pensé, pero al mismo tiempo, mis dedos se aflojaron en las chinelas. Ya no tenía miedo. Supu-se que querías aspirar un poco más la brisa del aire acondicionado, antes de salir al aire caliente para tomar el camino a tu aldea, ubica-da en algún recodo, entre Yerushalaim y Ramallah.
Permaneciste en silencio, sentado. La mirada fija en tus dedos, sin re-velar ni un ápice de los pensamientos que batallaban en las profundi-dades de tu frente sudorosa.
- Me comunicaré contigo dentro de dos días –dije, a pesar de que podría haberte anunciado allí mismo que te tomaba.
Alzaste hacia mí unos ojos oscuros, brillantes, la jarra de agua se re-flejaba en tus pupilas.
- Yo me comunicaré –aclaraste. Querías controlar las condiciones de la conversación. Temías que mi llamada te alcanzara en un momento inoportuno.
Conoces el paño. Temiste que ellos descubrieran que, mientras unas manos se movilizan para arrojar piedras y bombas molotov, las tuyas se dedican a limpiar la suciedad de los judíos.
No pude determinar si eras valiente, tonto o un pobre tipo. Las tres posibilidades juntas, y cada una por separado, justificaron mi decisión de emplearte. Te pusiste de pie y volviste a poner la silla en su lugar exacto. Enderezaste el respaldo para que quedase paralelo al borde de la mesa. Te dirigiste a la puerta, la abriste y saliste.
Me enojé con la situación de mierda - sí, de mierda; no encuentro una palabra más exacta para este amargo conflicto que penetra to- dos los poros de nuestras vidas y las envenena. Si hubieses sido un tra-bajador extranjero, por ejemplo, un rumano, o un estudiante que quie- re ganar unos pesos, habríamos mantenido una negociación fría y co-mercial, cuyas reglas son claras. Si hubieses sido cualquier cosa, menos árabe, mis familiares y amigos habrían permanecido indiferentes y no habrían desenfundado todos los clichés para desalentarme a contratar-te: “¿No tienes qué hacer en la vida?”. “¿No los conoces?”. “Hoy te sonríe y mañana sacará un cuchillo…”. “Llevan en su sangre eso de morder la mano que les da de comer…”.
Dos días completos y exactos habían pasado cuando llamaste.
- Soy yo, Amg´ed, el muchacho de la limpieza.
- Puedes comenzar el lunes. A las ocho de la mañana.
Hace tres años que vienes y vas todos los lunes. Estuviste hoy y el pró-ximo lunes vendrás nuevamente. Golpearás la puerta a las ocho en punto. De la rosca de sésamo que nos traes de tu aldea emanará un aroma caliente. Te quitarás el reloj y lo colocarás sobre la mesa, al i-gual que tu teléfono móvil, el encendedor y los cigarrillos. A las ocho y un minuto el trapo estará en tus manos, y yo preguntaré “¿cómo es-tás?”. Te despacharás con un “todo bien” e irás a llenar el balde. Como siempre, no me animaré a interrumpir tu camino y decirte: “Te estoy preguntando cómo estás, entonces, contesta, deja un momento el tra-po. Vamos a conversar como dos personas, como dos individuos del género humano que no representan a ningún pueblo, a ningún Dios, a ninguna historia”.
¡¿Qué se puede hacer?! Debajo del balde y del agua sucia respira es-ta tierra rasgada, se mueve y se agrieta en el corredor que divide la sala de estar de los dormitorios. Mientras tiemble la tierra que hay de-bajo de tus zapatillas y de mis chinelas, seguirás respondiendo un “todo bien” insulso y vacío; yo me contendré y te permitiré fumar en casa.
Y como cada vez, te diré:
- Prepárate un café, Amg´ed, el agua está recién hervida.
Y como siempre, contestarás:
- Primero yo “hará” el balcón y después “beberá”.
De todos modos, hoy me alegré al ver que tomaste un durazno del refrigerador. Durante tres años solo bebiste café turco y hoy por fin, también comiste un durazno.
[1] Fragmento. Publicado en El libro de la paz, Ediciones Paradiso, Quito, 2010.
[2] En el original, en árabe: es decir (término utilizado en el hebreo coloquial) (N. de T.)
