


@Igal Sarna
“Petrov corre al desierto”[1]
Un sábado otoñal, en los tiempos en que una ola de nuevos inmi-grantes rusos llegaba al país, viajaban tres autos en fila por una ruta que bordeaba un kibutz en el Neguev. Eran nuevos inmigrantes, amigos entre sí, que decidieron salir a celebrar un cumpleaños en el desierto, en un bosque de miles de árboles. Todos partieron del mismo lugar: un barrio de casillas ubicado en la zona de Beer Sheva. Vladislav Petrov conducía su Fiat blanco, el segundo de los tres autos de la fila. A su lado iba su primo y atrás, Ludmila, su mujer.
Por alguna razón desconocida, Petrov quiso esquivar el auto que iba delante del suyo, pasó al carril contrario de la ruta y las dos ruedas mordieron la banquina, donde la tierra es arenosa. El auto volcó, que- dando con las ruedas para arriba, como un animal muerto. Una vez rescatados, asombrados por el impacto del choque, Ludmila vio la cara ensangrentada de su esposo. Petrov se levantó y, con los ojos muy a- biertos y sin los lentes, empezó a correr rumbo al desierto. Ella le grita-ba que se detuviera; pero nunca sabrá si él la escuchó. Desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra y, desde entonces, ella no tiene marido.
Transcurrieron dos meses desde la desaparición de Petrov hasta el momento en que decidí viajar a Beer Sheva. La desaparición de Petrov me llamó la atención. Pensé que tenía que ver con la vida de los inmi- grantes rusos que llegaron a Israel para formar un nuevo hogar. Un a- migo de Petrov me comentó que, a excepción de los niños pequeños, todos extrañan: el lugar donde nacieron, sus viviendas, sus libros, sus amigos, las grandes y pequeñas ciudades, la nieve, la alegría y el pe-sar. Petrov conoció a su esposa en Leningrado, ambos ya habían cum-plido treinta años y tenían hijos de sus matrimonios anteriores. Él era
un hombre flaco, no muy alto, de ojos grises, bigote ordenado y corto. Ludmila era una bella mujer, de gran tamaño. En Leningrado, él traba-jaba como chofer de taxi; ella era maestra. No tenían hijos en común. Vivían cómodamente, llevaban una divertida vida social, se reunían a beber y comer con amigos y su única preocupación era la situación de Rusia, que empeoraba sin cesar.
Radicada en Beer Sheva, la abuela de Ludmila enviaba cartas en las que les rogaba que vinieran a Israel. Ellos no tenían claro si Beer Sheva era una buena ciudad para vivir o, si en realidad, la abuela estaba muy sola y pedía compañía. Cuando la situación en Rusia se puso real-mente mal, ellos decidieron hacer aliá directamente a la desértica Beer Sheva, junto a una hija, una nieta y un gato caprichoso y gris llamado Richek.
Debido a la equivocada ingenuidad de los inmigrantes y con el pro-pósito de ahorrar dinero, resolvieron radicarse en una gigantesca urba- nización de casillas cerca de la ciudad. Quien decide emprender su vi-da como inmigrante en este sitio, marca su destino. El desierto es ya de por sí un lugar cruel. Es necesario el color verde para suavizar el me-dio ambiente. En este lugar, cada casilla no mide más de veinte metros cuadrados. Está construida con materiales baratos y sin gracia alguna y cada vez que se da un paso se levanta una nube de polvo. En un lugar así el invierno es muy crudo y no hay esperanza. Ludmila trabajaba co-mo empleada de limpieza, Petrov lo hacía de vez en cuando en la construcción. Por las noches soñaban con Leningrado. Se sentían refu- giados. Desde la ventana podían contemplar el desierto. Petrov extra-ñaba su auto.
Un verano antes del accidente se compró el Fiat blanco con el prés-tamo de un banco. Lo estacionaba al lado de su casilla. No le alcanzó el dinero para asegurarlo, cosa que preocupaba a Ludmila. Él la tran- quilizaba explicándole que él había sido un excelente conductor.
Mi búsqueda comenzó en el lugar en el que Petrov trabajaba en el Neguev, donde nuevos inmigrantes construían casas para nuevos inmi-grantes. Me encontré con dos amigos suyos. Ellos me comentaron que él era un buen hombre, que vivía constantemente preocupado y que se sentía perdido. “Acá no se sentía en casa. Si pensaba en volverse, no hablaba de eso, no le quedaban allí amigos, ni departamento, ni fami-lia”. Durante la semana trabajaba y se quedaba a dormir en la obra en construcción. Todas las noches, antes de dormir, bebía exactamente u-na medida de vodka. No lo hacía para emborracharse, sino solo para olvidar la vida, la vida que de vez en cuando le parecía una mierda. Les comentaba a sus compañeros que “tenía ganas de ponerle fin a esa vida”. Los fines de semana volvía a su casa manejando su auto con cuidado. Cuando chocó, probablemente sintió que su mundo se venía abajo. Al no tener seguro, herido y totalmente aturdido, sintió que lle-gaba al fin del camino.
De allí me dirigí al lugar donde ocurrió el accidente, cerca del ki-butz. El parabrisas del auto, con su calcomanía en el ángulo superior derecho que indicaba que había aprobado todos los tests para poder circular, yacía aún en el mismo lugar. Un miembro del kibutz se acor-daba perfectamente del accidente, se había acercado junto con la am-bulancia. Al aproximarse al auto volcado, sintió un fuerte olor a vodka.
El día de la desaparición llegaron policías al lugar. Recorrieron la zona y se cruzaron con una pastora beduina. Ella les contó que mientras es-taba con su rebaño en una pequeña parcela verde en medio del de-sierto, se acercó un hombre ensangrentado y asustado que no hablaba claro y le pidió agua. Ella le dio de beber y también calentó un poco de agua para hacerle un té. Estuvo sentado con ella durante un cuarto de hora, luego se marchó. Esa mujer fue la última persona que vio a Petrov. Él se fue caminando por los campos y por las colinas, hasta que desapareció completamente de su vista.
Ludmila, desesperada, consultó a dos brujos para que le adivinaran el futuro. Uno de ellos dijo ver a Petrov muerto, el otro dijo que estaba en las dunas y que vivía con los beduinos. La policía temió que Petrov estuviese escondido en alguna aldea árabe o que hubiese cambiado su identidad.
Desde la ruta fui caminando hasta el kibutz frente al que había ocu-rrido el accidente. Quería hablar con el oficial encargado de la seguri-dad. Siempre hacía rondas con su jeep, con su arma y su radiotransmi-sor, vigilando constantemente. Este hombre me contó que la zona está llena de pozos y cuevas y que cualquiera podría caer en una de ellas
y morir sin que nadie se enterara. En esta región existen cavernas de la época de la sublevación de Bar Kojba, reliquias de aldeas árabes y de asentamientos de la era del bronce. El oficial me invitó a volver al lu-gar en un tractor.
Llegamos hasta donde se hallaba el parabrisas roto envueltos en una tremenda nube de polvo. Desde allí nos deslizamos por la colina hasta donde se encontraba la pequeña pastora, una pequeña quebra-da con plantaciones de árboles en la que crecen también matorrales y forman un entorno verde.
Totalmente cubierto de polvo me dirigí a la casilla de Ludmila, quien ya no creía que su amado Petrov volvería alguna vez. Sobre la mesa, sus lentes rotos recordaban sus ojos. Ludmila se preguntaba: “¿Qué vie-ron esos ojos cortos de vista? ¿Será que el árido desierto le recordó la nieve tan familiar en Leningrado? ¿Tal vez reconoció algo y corrió tras él?”. Ludmila se hacía preguntas día y noche.
Un año después de mi visita al sur, un investigador beduino de Beer Sheva me llamó por teléfono para contarme que un hombre que iba por el desierto buscando pájaros raros encontró a Petrov colgado de un árbol en una de las quebradas. Estaba totalmente calcinado, llevaba meses bajo el sol.
Ludmila ya no vivía en su casilla. Se había mudado junto con su hija, su nieta y Richek, el gato gris. Nunca pude averiguar su nueva direc-ción.
Traducción: Sarita Schnur Corry
[1] En El pueblo del libro: cuentistas de Israel, Ediciones Libresa, Quito, 2007.
