


Una vez por semana viajo a Yerushalaim a dictar clases en la Es- cuela de Cine “Maalé” y aprovecho la oportunidad para hacer un recorrido por la Ciudad Vieja y terminar en el Kotel. Siempre está lleno de alboroto, de cámaras fotográficas haciendo click, muchísi-mas voces y lenguas. Pero en este momento, a las tres de la madru-gada, el silencio es absoluto. Solamente él y yo, cara a cara, y las estrellas en el firmamento.
Ahora, ante la fuerza de su potencia silenciosa, puedo evocar ese muro pequeño, bidimensional y simbólico, con tres cipreses asomando por encima, que estaba dibujado sobre la pared de nuestra casa en Marruecos. La ilustración que expresaba el sueño de mi padre, apa-rentemente imposible de concretar, de llegar algún día a Yerushala-im.
¿Acaso saben los que viven aquí, en las casas de enfrente, qué sig-nifica abrir la ventana y que ese gigantesco sueño de dos mil años entre a la sala de estar?
Sigo sumido en mis pensamientos cuando una mano golpea mi hombro. Giro y veo a un agente de policía parado junto a mí. Pre- gunta con el rostro serio:
- ¿Qué haces aquí?
- ¿Qué hace un hombre en el Kotel? -respondo.
- Documentos –pide.
Introduzco la mano en el bolsillo para extraer mi billetera, pero no la tengo. Me pasa a menudo.
- Acompáñame –me ordena y comienza a avanzar hacia la caseta vidriada de la policía.
Allí anota mis datos y comienza a redactar un informe.
- ¿Por qué vagabundeas por el Kotel a esta hora? –quiere saber.
Con un poco de temor le cuento acerca del muro pequeño e in- genuo que mi padre había dibujado sobre la pared de nuestra casa en Marruecos.
Una leve sonrisa se dibuja en su cara rígida y me confiesa que era exactamente lo mismo que había en su casa en Tznea. Es más, su padre, fallecido hacía poco, había seguido dibujando el Kotel, incluso en Rosh Haain, “como si no hubiésemos llegado”.
Me atrevo a hacerle al policía una pregunta:
- ¿Dios lee los papelitos que la gente pone?
- Oye –responde el agente, mientras me toma amistosamente del hombro-, no sé si Dios nos mira. Estoy aquí hace veinte años y nada. Estoy cerca de la cacerola, como se dice, pero no te tira ni un hueso. Por las noches, no hay nadie entre nosotros y me encuentro con Él en intimidad, como se dice. No me avergüenzo de hablarle en voz alta. ¿Qué le pido? ¿Los colectiveros no viajan gratis? ¿Los que trabajan en El Al [2] no vuelan una vez al año? El policía del Kotel también se me-rece un poco de suerte, ¿no? ¿Qué pido, después de todo? Una buena ubicación en el medio, como se dice. No en la primera fila, pero ¿por qué en la última? Yánkele fue ascendido. A Haim le subieron el sala-rio, Chiky viajó al extranjero. ¿Y yo? Recibí a Aziza, cinco hijos, tres nietos…
- ¿Escribiste un papelito? –pregunto.
- ¡Uh! ¡Ah! –responde-. Pero es como hablarle a la pared. El chofer del Primer Ministro, que es mi vecino, me cuenta que cuando quiere un aumento, se dirige directamente a él. Yo soy como el chofer de Dios, ¿no? Se podría decir que soy su guardaespaldas. ¡Me correspon-de algo pequeño de su parte! Vienen aquí millonarios con cámaras de televisión, mujeres con diamantes, cada uno del tamaño de una piedra del Kotel. Te pregunto: ¿Ellos necesitan un Kotel? Si yo tuviera lo que ellos tienen, le dejaría el lugar a otro. ¿Por qué ocupar el tur-no? ¿Y sabes lo que piden? “¡Dios, haz que este gobierno caiga!”. ¡A las cinco de la mañana!
- ¿Cómo sabes?
- ¿Cómo lo sé? Cuando estoy solo por las noches, voy y tomo algu-nos.
- ¡¿Tú?! –abro la boca asombrado- ¿El guardián del Kotel?
- ¡Déjate de tonterías! – dice - ¿Por qué? ¿Piensas que suben al cie-lo? Toma, toma, lee - y me endosa una pila de papelitos arrugados.
- Lo siento… -tartamudeo algunas excusas- Yo no…
Pero él abre un comprobante de cajero automático y lee: “Que Asad se muera”. Del recibo de un odontólogo lee: “Que mi marido gane las elecciones primarias”.
Pero hay también pedidos simples: “Dios, envía ángeles para cuidar a Ilán”; “Dios, haz que anulen la tabla de multiplicar”; “Papá abando-nó a mamá. ¡¿Qué pasará?!”; “Tengo 35 años. Soy alta, inteligente, de ojos verdes. Por favor, envíame un novio”, acompañado por un beso con lápiz labial.
Así, continúa leyéndome los problemas del mundo.
Mientras, yo pienso que sería bueno escribir un guión sobre esto para una serie de televisión: aquí, en la caseta de la policía, concluye el camino de las plegarias de los seres humanos a Dios.
- ¿Y Dios? –pregunto- ¿No necesita el papelito?
- ¡Créeme! –responde- Él nos escucha, aunque callemos.
- Y tú… ¿para qué los necesitas? –insisto.
- Para leer antes de dormirme.
- ¿Antes de dormirte? – no salgo de mi asombro.
- Observas los problemas del mundo y te reconfortas un poco.
El alba de Yerushalaim comenzó a despuntar y con ella, el sonido de las campanas y la floritura de los almuecines. El policía y yo está- bamos parados en la explanada, en el aire fresco, mirando el Kotel erguido ante otro nuevo día de eternidad, como si fuera parte de la naturaleza, como el mar frente a las ventanas de Haifa o Tel Aviv. Yo estaba admirado de la visión y el policía, que lo percibió, me palmeó el hombro y me dijo: “¡Es tuyo!”.
Y desapareció en la caseta.
Me acerqué al Kotel, que se agrandaba más y más con cada paso que daba, hasta que tocó el cielo. Entonces, lo rocé con la punta de mis dedos y con los ojos cerrados. De repente, mi mano sintió un pa-pelito. No pude contenerme y lo tomé. Era una pequeña servilleta de una cafetería de Yerushalaim, en la que leí secretamente, a la luz de las estrellas, una sola palabra en una escritura femenina: ¡Cuídenme!”.
Me sentí un pecador, pero igualmente guardé el papel en mi bol-sillo como un ladrón, con la decisión de pensar en casa quién lo po-día haber escrito. Mientras, mi mano izquierda tocaba otro papelito y sin dudarlo, me encontré a mí mismo extrayéndolo. Cuando abrí los ojos vi sobre un papel de cheques en escritura Rashi [3]: “¡Cuídenme!”. No podía creerlo.
Volví a cerrar los ojos y como quien echa la suerte volví a tantear entre las hendiduras de la piedra. Abrí otro papel y leí: “Veglia su di me”[4]. Ya era demasiado.
Miré alrededor, tal vez alguien a mis espaldas se estaba burlando de mí. No había nadie. Era raro y sorprendente. Me alejé hacia otro rincón y lo intenté con otro papel rosado que sobresalía. La misma frase: “Protegez moi”[5].
¿Era brujería? Siempre era yo el que colocaba papelitos en el Kotel, ahora los estaba recibiendo de él. Me estaba sucediendo algo asom-broso, que me provocaba risa y miedo.
Correteé ida y vuelta por el Kotel tomando decenas de papelitos. Mis bolsillos ya estaban llenos de todo tipo de papeles. De todos los colores. En todos los idiomas. Escrituras femeninas, masculinas, infan-tiles. En todos, el mismo llamado: “¡Cuídenme!”. ¿Quién los había escri-to? ¿Acaso alguien está pidiendo ayuda? ¿Quién? ¿Alguien me está en-cargando una misión? ¿En nombre de quién? ¿Para quién? ¿Quién es el emisario? ¿Quién es el remitente? ¿Cuál es la misión? ¿Quizás sea una ilusión? ¿Qué me está pasando? ¡Vine a hablar con el Kotel y él me está hablando a mí!
No sabía a quién dirigirme. ¿Al Primer Ministro? ¿Al policía? ¿A los bomberos? Decidí narrar todo en el periódico. Porque algo había que hacer. No se podía dejar esto así...

[1] Fragmento.. En Los que caminan sobre el agua, Ediciones Hakibutz Hamehuhad / Yedioth Ahronot / Sifrei Hemed, 1997. Publicado en Jerusalén celestial, Jerusalén terrenal, Amadeus Editorial, Quito, 2015, Avitov, Yaron (antólogo).
[2] Línea aérea de Israel.
[3] Tipo de letra semi cursiva en la que están escritos los comentarios bíblicos y talmúdicos de Rabi Shlomo Yitzjaki.
[4] En el original, en italiano: ¡Cuídenme!
[5] En el original, en francés: ¡Cuídenme!