top of page

@Alex Epstein

“Asesinato junto a la bolsa de diamantes[1]

   A las tres y media de la madrugada de una húmeda noche de enero, la zona industrial cercana a la Bolsa de Diamantes de Ramat Gan se iluminó con las luces de un patrullero. 

   Una chica morena que trabajaba en el quiosco junto a uno de los salones de masajes abrió un paraguas rosa sobre su cabeza y se llevó a tres inspectores tras ella. La procesión se abrió paso a lo largo de una callejuela hasta adentrarse en el patio trasero del edificio donde estaba el quiosco. Allí, reclinada sobre un tacho de basura verde de plástico, estaba sentada una vieja miserable envuelta en harapos ma- rrones. Entre las rodillas sostenía una bolsa de plástico brillante.

   “Mama –le dijo la chica-, muéstrales lo que has encontrado”.

   La vieja sonrió, enseñando el único diente que tenía, un diente pla- teado que destelló a la luz de la lámpara adosada al muro del edifi-cio, se inclinó hacia adelante y dejó que el contenido de la bolsa caye-ra rodando. Un inspector fornido apuntó con la linterna al suelo. Era la cabeza cortada de una mujer.

   La vieja mendiga se negó inflexiblemente a ir con ellos a la comisa-ría. “Aquí es donde vivo, aquí estoy bien”, dijo. Alzó la cabeza hacia el cielo, abrió la boca y dejó que la lluvia le cayera dentro. De todos mo-dos, los inspectores no querían meter a aquella sucia criatura dentro de su patrullero. La hicieron sentar en una silla plegable a la entrada de un edificio de oficinas frente al quiosco.

   “Bueno, abuela -dijo el inspector fornido-, ¿quieres contarnos qué ha pasado?”.

   “Si me dan un Kit-Kat -dijo la vieja-, se lo diré”.

   El segundo inspector, de baja estatura y de cara gris, agitó las ma-nos desalentado. "Gadi -ordenó al inspector joven-, ve y cómprale uno”.

   El inspector joven cruzó la calzada y volvió con la golosina. La vieja se abalanzó sobre la envoltura roja y la rasgó con las uñas. Cortó el chocolate y se metió una barra en la boca. Tuvieron que esperar que el chocolate se le derritiera en la boca y se tragara el resto de la ba-rra.

   La vieja medía como un metro y medio, tenía los hombros hundidos hacia adelante, las manos y los pies rechonchos y el vientre abultado. Su cara era rosada y surcada de arrugas oscuras. La nariz, pequeña y puntiaguda, estaba torcida hacia la izquierda. El ojo derecho era nor-mal, marrón, pero el otro estaba hundido en la órbita como en un foso.

   “La encontré en el tacho de basura –dijo-. Yo estaba buscando algo para comer… –guiñó el ojo al inspector joven- …y después de sacar al-gunos periódicos, ¿con qué me encuentro?” –se comió un segundo trozo de chocolate.

   “Aunque solo era una cabeza –dijo al terminar-, habló conmigo”.

   El inspector grande hizo un esfuerzo por no soltar una carcajada.

   “Así que hablamos un poco, ella y yo”. -siguió la vieja. El inspector de cara gris sacudió la cabeza.

   “Me dijo lo que había hecho antes de venir a trabajar aquí –prosi-guió la vieja-. ¿Saben que antes era ingeniera? Y yo también le conté a ella que en otros tiempos fui tan bonita como un girasol. ¿Saben que fui bailarina de ballet?”.

   “Sí, abuela”-contestó el inspector fornido.

   “De todas formas –dijo ella y se comió, de un bocado, lo que queda-ba del chocolate- de todas formas, me dijo también otras cosas –guiñó otra vez el ojo al inspector joven.

   “Ve a comprarle otro Kit-Kat, Gadi”.

   Gadi cruzó la calzada y se encontró con la chica del quiosco espe-rándolo con un Kit-Kat en la mano. “Aquí todos conocemos a Mama” –dijo la joven.

   La vieja mendiga afirmó que la cabeza cortada le contó que la per-sona que lo hizo era un hombre muy importante, y mencionó el nom-bre de un político prominente. El inspector de la cara gris afirmó:
   “Hemos terminado. Solo se encontró la cabeza. No ha visto nada”.

   “Como quieran -dijo la vieja chupándose los dedos-, pero hasta me dio el número del teléfono porque me dijo que nadie me creería, pero que si yo sabía el número de teléfono de él podrían atraparlo en un a-brir y cerrar de ojos porque ¿cómo va a saber una pobre vieja como yo el número de alguien tan importante?”.

   “Vamos, abuela, ¿cuál es el número de teléfono? –preguntó el inspec-tor fornido. La vieja se lo dio. “¿Qué tienen que decir ahora?”, lo desa-fió.

   Una lluvia intensa comenzó a caer golpeando con fuerza la calzada y los techos de los coches. Caía sin parar desde el cielo sobre la noche que se iba retirando gradualmente de la zona industrial aledaña a la Bolsa de Diamantes y siguió cayendo en la luz pálida que se reflejaba en los charcos. Los inspectores se metieron en el coche y se fueron.

   

   A la mañana, por puro trámite, el inspector fornido llamó al despa-cho del político. Se disculpó profusa y educadamente y explicó que su nombre había salido a relucir por equivocación en un caso que esta-ban investigando. Si podía decirle qué había hecho la noche anterior, el asunto quedaría zanjado. El político dijo que había estado durmien-do en su casa. Pero algo en su respuesta llamó la atención del inspec-tor. ¿Por qué había explicado que había estado durmiendo en su casa? Tendría que haber sido obvio, ¿no? No era mucho que digamos y, de todas formas, ¿quién puede esperar sinceridad de un político? A pesar de todo, el inspector volvió a llamarlo al despacho, se disculpó más profusamente aun y le preguntó si podía entrevistarse con él. En esta ocasión, le tocó al político disculparse y dijo que lo sentía, pero que justo se iba de viaje al extranjero. “Lo que más me gustaría es dormir”, pensó el inspector bostezando, “pero parece que tendré que confor-marme con un café negro”.

   Los inspectores investigaron un poco, hablaron con algunas personas del partido del político y nadie sabía nada de que el político fuera a hacer un viaje al extranjero. Lo arrestaron en el aeropuerto antes de que se embarcara en un avión rumbo a Bruselas. En su coche encon-traron manchas de sangre que correspondían a la chica decapitada en los aledaños de la Bolsa de Diamantes.

   Tras un breve interrogatorio, el político perdió el control y confesó el asesinato. Así que ni siquiera fue necesario volver a hablar con la men-diga. Pero unos días después, un patrullero paró por la noche junto al quiosco, no lejos de la Bolsa de Diamantes. Gadi, el inspector joven, sa-lió del coche, saludó con la mano a la chica que estaba detrás del mostrador y se dirigió a pie al patio trasero donde se habían encontra- do con Mama la primera vez. Tomó a la abuela del brazo y la llevó al quiosco.

   “Oye, abuela –le preguntó por el camino-, ¿a que no hablaste con la cabeza? Lo que pasa es que viste todo lo que ocurrió, ¿verdad?”.

   En el quiosco pidió a la chica todos los Kit-Kats que tenía y llenó con eso la bolsa de la vieja. “Ya veo que te gusta esto –dijo la chica encendiendo un cigarrillo-, ¿quieres?”. El joven inspector sonrió y tomó uno.

   Llevó de nuevo a la vieja donde la había encontrado y la hizo sentar junto al tacho verde de basura. La vieja, muy contenta con el espléndi- do tesoro que le había caído en suerte, empezó a contarle que en o-tros tiempos había sido joven y bonita como una amapola. Rompió un Kit-Kat por la mitad y se llenó la boca con los trozos, uno tras otro, son-riendo de oreja a oreja. Después, dejó de sonreír y levantó la mirada hacia el cielo oscuro. No llovía. “Para que lo sepas –dijo cerrando los ojos-, en otros tiempos fui una bailarina de ballet muy conocida. Siem- pre tenía a mi alrededor hombres guapos como tú. Y ahora –agregó haciendo un guiño al inspector joven-, si me traes algo de beber, pon- gamos una Coca-Cola, te diré algunas cosas más que sé”.

Traducción: Raquel Sperber

[1] Publicado en Ariel, Revista de Artes y Letras de Israel, Jerusalén, 2003.

bottom of page