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Análisis de la obra

 

La joven, que hasta hacía dos años atrás era una muchacha ortodoxa de una de las comunidades de Mea Shearim[1], inició el relato:

 

Todo empezó un día en que no había quien me acompañase a la farmacia del Dr. Parkash para buscar con urgencia los medicamentos para mi madre. Esa mañana, el aprendiz de farmacéutico estaba solo en el local. Se sorprendió al ver a una muchacha ortodoxa, vestida de negro, con medias también negras, que había aparecido sola, de repente, a una hora tan temprana. Mis ojos, que al principio había mantenido bajos, se encontraron de golpe con sus ojos verdes. Sentí el golpe de un rayo, como nunca antes había experimentado. Esa mañana del mes de Nisán[2], cumplía yo 17 años. Hasta ese día había estado alejada de todas las vivencias de este mundo.

Todo lo que yo sabía por esos días era que mis padres ya habían sido advertidos más de una vez por Zelig, el casamentero de la comunidad, que algunos jóvenes ilustres  de la yeshivá estaban interesados en mí. La demora y las dilaciones de mis padres me demostraban que ellos no solo veían en mí a una novia de “perfecta hermosura”[3] que sería requerida por su belleza, sino que me consideraban una muchacha que había recibido una buena educación en un instituto ortodoxo kasher limehadrín[4]. Era evidente que mis padres aspiraban a un honorable arreglo matrimonial, que mi hermano mayor Berl había comenzado a tramar, con una rica familia jasídica que vivía del otro lado del mar. Por diferentes indicios yo había comprendido que mi hermano también quería beneficiarse con este arreglo, ya que el rico candidato tenía una hermana menor, de mi edad, en la que él estaba interesado…

Esa mañana, mi mente convulsionada no pudo absorber las largas explicaciones del joven farmacéutico. Cuando me entregó la bolsita con los medicamentos y sintió mis manos temblorosas, me preguntó con franqueza si me sentía bien. Una pequeña palabra se escapó de mi boca: “¡No!”. Él salió de atrás del mostrador con su delantal blanco, me sentó en la silla más cercana y puso su mano en mi frente. El contacto de su mano me hizo sentir que perdía el control. Después, arremangó un poco mi blusa y me midió el pulso. Cuando escuchó que yo murmuraba, temerosa, que alguien podía vernos así, me levantó delicadamente de la silla y me condujo, siempre sosteniéndome, hacia adentro, al laboratorio. Mis rodillas temblaban por su abrazo. Rápidamente sacó de un cajón el aparato para medir la presión y comenzó a desnudar mi brazo derecho. Yo observaba sus manos hermosas, sus uñas cortadas, su bigote delgado, sus facciones delicadas y su cabello negro rígidamente  peinado. Respiré el aroma de la colonia para después de afeitar que brotaba de su cara y supe que, desde ese mismo momento, se me olvidarían todas las clases de recato y moral de la señora Tziper, la renombrada educadora del instituto en el que yo estudiaba. Esa mañana también supe que hasta que él no me pusiese de pie y me echase de allí, no podría ya alejarme de él.

“Quisiera darte una píldora tranquilizante –me dijo con una sonrisa– pero mejor hagamos un ejercicio que me enseñaron en las clases de medicina: cierra los ojos por unos segundos. Si no ves círculos negros que giran en torno a tus ojos cerrados, es señal que todo está en orden”.

Cerré los ojos y precisamente vi círculos. Violetas, dorados, rojos y azules. Le describí lo que veía, él sonrió y dijo: “Creo que tienes prohibido ver eso, porque esos son los tonos de mi televisión a color y para ustedes todo es en blanco y negro”.

Respondí a sus palabras con una sonrisa. Entonces él susurró: “¡Dios mío, eres tan bella!”. Como se asustó un poco de lo que había dicho, agregó con humor: “Espero que por lo menos tus sueños sean en colores, ¿o quizás ustedes también sueñan en blanco y negro?”.

Nuevamente me reí y permanecí sentada sobre la silla, en el laboratorio, esperando que me ordenara levantarme como si fuese un médico, o un maestro, o el director del instituto ortodoxo en el que yo estudiaba. Además, sabía que en casa, estaban esperando los remedios. Él leyó mis pensamientos. Devolvió mi manga a su lugar, acarició con picardía uno de mis rizos rebeldes y dijo: “Ven, salgamos de aquí, antes de que llegue el Dr. Parkash y haga preguntas incómodas”.

Por segunda vez deslizó su brazo sobre mis hombros y mis rodillas volvieron a temblar.

“Le envié a tu madre los medicamentos para una semana solamente. Aquí están las indicaciones – explicó –. Si al cabo de ese tiempo el médico decide que es necesario continuar con el tratamiento, ven y te daré la cantidad necesaria para otra semana...”.

Rápidamente Alex anotó en un papel su número de teléfono. Le pedí que borrase su nombre, para no despertar sospechas ni preguntas. Ya tenía claro que no olvidaría su nombre hasta el día de mi muerte. Antes de despedirnos, alcanzó a exclamar: “¡No me dijiste cómo te llamas!”.

- Rajel –susurré, como si temiese que alguien me oyese. Solamente después advertí que era la primera vez en mi vida que le decía mi nombre a un muchacho.

 

Análisis

 

Este relato plantea un encuentro entre dos mundos que habitualmente no se vinculan entre sí: el ultraortodoxo y el no observante.  El punto de vista de este encuentro es el de una joven de 17 años del barrio ultraortodoxo de Mea Shearim, que se enamora de un muchacho no observante.

 

“Todo empezó un día en que no había quien me acompañase a la farmacia del Dr. Parkash para buscar con urgencia los medicamentos para mi madre”, relata la narradora. La situación de ir a un negocio de compras no merecería ningún llamado de atención en un contexto laico, pero en el ambiente ultraortodoxo no es común que una joven entre sola a un comercio y que permanezca allí a solas con un hombre. La explicación de esta circunstancia la encontramos al comienzo del párrafo: “no había quien me acompañase”.

Sabemos que la joven está destinada a un arreglo matrimonial en el que interviene un casamentero que conecta a las familias, y poco queda para los jóvenes a la hora de elegir con quien compartirán la vida y con quien formarán una familia. El concepto del amor en este marco, es entendido como un sentimiento que “vendrá con el tiempo”, que surgirá a partir de la convivencia matrimonial, y no previa a ella.

 

Sabemos también que la joven transita la vida a la que estaba “destinada” desde su nacimiento: estudia en un instituto ortodoxo, recibe clases de recato y moral, y sus padres aspiran a casarla con el hijo de una familia jasídica.  Ella misma afirma: “Hasta ese día había estado alejada de todas las vivencias de este mundo”. “Este mundo” está representado en la figura del aprendiz de farmacéutico. Por su actitud se desprende que él es no observante: genera contacto de piel con la muchacha y se dirige a ella en términos de “ustedes”, marcando la distancia entre ambas procedencias. También su apariencia nos da la pauta de que él pertenece a un ambiente no observante: tiene un bigote prolijamente recortado y se afeita.

El encuentro con este muchacho , despierta en la joven sensaciones desconocidas que la afectan fuertemente. Él le genera fascinación y atracción; la asusta y le provoca una descompensación física y emocional.

En la primera oración del cuento se nos informa que la joven ya no pertenece al mundo ortodoxo en el que nació y se crió.  La sentencia del comienzo es tajante, mas el final queda abierto: ¿Habrá seguido los deseos de su corazón? ¿Se habrá ido con el joven que la enamoró aquel día en la farmacia?

 

[1] Barrio ultra ortodoxo de Jerusalén.

[2] Séptimo mes del calendario hebreo.

[3] Lamentaciones 2: 15: “Todos los que pasan por el camino baten palmas al verte, silban y mueven despectivamente la cabeza sobre la hija de Jerusalén, diciendo: ¿Es esta la ciudad que decían de perfecta hermosura, el gozo de toda la tierra?”.

[4] Que respeta estrictamente las reglas de kashrut.

Información de contexto: Los jaredim en Israel

Los jaredim (ultraortodoxos) constituyen el grupo poblacional que más ha crecido demográficamente en los últimos años en Israel. Es, por cierto, un grupo muy diverso, en el que conviven sectores de distintas procedencias. 

 

Los jaredim se mantienen en general aislados del resto de la sociedad, preocupados por preservar su forma de vida y evitar la influencia de valores que les son extraños. Se los identifica por sus atuendos y sombreros negros que reproducen la forma de vestimenta tradicional de los judíos de Europa oriental de fines del siglo XIX y varían de acuerdo al jatzer o grupo al que pertenecen. Cuentan con su propia red escolar; no tienen televisión ni cable, y evitan todo contacto con el exterior que pudiera resultarles “contaminante”; en caso de utilizar Internet, lo hacen por un sistema “kasher” que permite el acceso solo a una serie de páginas aprobadas por un comité rabínico especial.  

 

Se concentran principalmente en Jerusalem, Bnei Brak y Beit Shemesh, ciudades con un alto índice de pobreza. La presencia de estos grupos influye decisivamente sobre los indicadores de pobreza, ya que mayormente los hombres (en particular, los lituanos) no desarrollan actividades de trabajo productivo sino que se dedican al estudio de la Torá, siendo las mujeres las que trabajan y mantienen el hogar. Los jóvenes estudian en la ieshivá y el kolel[5], y reciben subsidios básicos del Estado para su mantenimiento, además de las donaciones que recaudan en las comunidades de la diáspora.

 

En Israel, existen puntos de discordia claramente identificables entre el mundo jaredí y el laico; uno de los más álgidos es el servicio militar, que los ultraortodoxos se rehúsan a cumplir alegando que los estudiantes de ieshivot deben entregarse por completo al estudio de la Torá.   

 

[5] Se denomina kolel a la ieshivá donde estudian los hombres casados.

@Orzion Yishai

“Mil portales para un sueño”

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